domingo, 21 de septiembre de 2008

Para salvar la vida




Melvin Antonio Javier tenía veintisiete años. Era alto, trigueño, fuerte y sano. Tenía dos niños pequeños: una hija de dos años y un hijo de ocho meses. Ya hacía cuatro años que había tomado la decisión de servir a Dios.
En marcado contraste, Adrián, su hermano mayor, no disfrutaba de buena salud, sino que debía someterse tres veces por semana a tratamientos de diálisis debido a una grave insuficiencia renal. La solución que le dieron los médicos fue hacerle un trasplante de riñón; pero no aparecían donantes compatibles o, si lo eran, no estaban dispuestos a ceder un riñón.
Con cada día que pasaba, la salud de Adrián empeoraba, acercándolo cada vez más a la muerte. La gravedad de la situación preocupó mucho a su hermano Melvin. Sentía la terrible tristeza de que pronto perdería a un hermano suyo y, para colmo de males, lo alarmaba la trágica realidad de que Adrián hacía mucho tiempo que declaraba que no creía en Dios. Sin pensarlo mucho, tan pronto supo que uno de sus riñones le serviría a su hermano, Melvin se ofreció como el donante.
El trasplante se realizó el miércoles 22 de noviembre de 2006. Afortunadamente para Adrián, su organismo no rechazó el riñón trasplantado, sino que lo asimiló, y comenzó a restablecerse. Gracias al riñón de su hermano Melvin, Adrián ahora podría seguir el curso normal de su vida. En cambio, lamentablemente para Melvin, el organismo suyo no soportó el trauma que le causó la extracción de ese riñón. Fue así como sucedió algo que actualmente ocurre con poca frecuencia en tales cirugías: el donante falleció. Para consuelo de su madre, antes de morir en la madrugada del día siguiente, Melvin alcanzó a decirle: «No te preocupes, mami, que estoy con Dios.»
Así como el caso de Melvin presenta un marcado contraste con el de Adrián, que era su hermano mayor en su familia humana, también presenta un marcado contraste con el de Jesucristo, que era su hermano mayor en su familia divina. Porque si bien Melvin dio su riñón voluntariamente, su vida la dio involuntariamente, es decir, sin proponérselo, a fin de salvar la vida de su hermano, aunque seguramente sabía que corría cierto riesgo al someterse a la operación. En cambio, Cristo dio su vida misma, voluntariamente, habiéndoselo propuesto con mucha antelación y sabiendo perfectamente que la operación de la crucifixión a la que se sometería salvaría la vida de todos sus hermanos, presentes y futuros, que permitieran que Dios el Padre los adoptara como hijos suyos.
En realidad, el único riesgo que corrió Cristo, ya que su muerte la daba por consumada, era que muchos hermanos suyos en potencia no quisieran aceptar su sacrificio en la cruz por ellos, sino que rechazaran la salvación que les ofrecía. Evitemos que ese riesgo se cumpla en nosotros. Aceptemos hoy mismo su sacrificio y su oferta de salvación, no sea que en el caso nuestro Él haya dado su vida en vano


Nota del Pastor Jesús Yemes
Centro Cristiano, 9 de Julio 230



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